Armando Escárate había estado todo un año fuera de casa. Había trabajado en la mar, cocinando para los pescadores, y también había trabajado en el pueblo de la Ligua, haciendo lo que se ofreciera y comiendo sobras, noche y día trabajando hasta que juntó la alta pila de billetes y pagó.
Cuando Armando bajó de la mula y abrió la caja, la familia se quedó muda del susto. Nadie había visto nunca nada parecido en estas comarcas de la cordillera chilena. Desde muy lejos venía gente, como en peregrinación, a contemplar el televisor Sony, de doce pulgadas, a todo color, funcionando a fuerza de batería de camión.
Los Escárate no tenían nada. Ahora siguen durmiendo amontonados y malviviendo del queso que hacen, la lana que hilan y los rebaños de cabras que pastorean para el patrón de la hacienda. Pero el televisor se alza como un tótem en medio de su casa, una choza de barro con techo de quincha, y desde la pantalla la Coca-Cola les ofrece chispas de vida y la Sprite burbujas de juventud. Los cigarrillos Marlboro les dan virilidad. Los bombones Cadbury comunicación humana. La tarjeta Visa, riqueza. Los perfumes Dior y las camisas Cardin, distinción. El vermut Cinzano, status social; el Martini, amor ardiente. La leche artificial Nestlé les otorga vigor eterno y el automóvil Renault, una nueva manera de vivir.
Eduardo Galeano, El siglo del viento, 1986